En una noche de Halloween, Bogotá tiene más disfraces que Barranquilla en un Carnaval

Actores del carnaval se unieron en una nueva asociación para defender la cultura. Creen que el disfraz, como las verbenas y los picos, deben ser protegidos desde los barrios.

Esa mañana de domingo de carnaval del 2015 Oliver Bennett Jr. ingresó y se dejó atrapar -sin resistirse- por el mundo surreal del que tanto le hablaban sus compañeros de universidad.

Parecía un niño, de poco menos de dos metros de estatura, imbuido en un caminar incierto y robotizado -pero decidido- a explorar hasta el cansancio ese inmenso fabuloso mundo de fantasías, llamado carnaval.

Ciertamente, como lo advirtió mil veces su novia Karen, el baile de carnaval “La Bollona”, era un mundo aparte. Instalado debajo de un monumental árbol de mango y a menos de un kilómetro del cumbiódromo de la Vía 40, decenas de personas con la piel cubierta de polvillo blanco y vestidas con colorines, bullían como abejas alrededor de un picó.

Era un frenesí que obnubiló al australiano.

Todos respiraban el mismo aire enrarecido por el blanco de la maizena. Convertidos en un monstruo de mil cabezas que se desparramaba por las terrazas vecinas y la calle bailaban enloquecidos los aires africanos traídos de contrabando tres décadas atrás por traficantes de marihuana que -sin proponérselo- partieron en dos la historia de la fiesta de carnaval de Barranquilla.

Desde afuera, quienes llegaban a esa boca-calle del barrio Paraíso, en su paso, rumbo a los eventos de la vía 40, eran presas indefensas del poderoso bajo cautivador del picó, del olor a licor, y las risas cautivantes de las mujeres con sus rostros enmaicenados. Por eso Oliver sucumbió rápidamente ante ese llamado a la sana locura.

-Llegó el gringo ¡Llegó el novio de Karen! – anunció La Mona Karina, anfitriona del baile, “La Bollona”.

Todos -como obedeciendo una orden de la realeza- rodearon a Oliver y a su menuda enamorada y los recibieron con el afecto que sólo se le brinda a un familiar recién llegado del exterior.

Oliver no recuerda cuantos fueron, pero cree que a su llegada – y mientras buscaba sitio para ubicarse en la rumba- bebió entre cinco y diez tragos de aguardiente, whisky y hasta chirinche, que lo dejaron a tono y lo hicieron volar toda esa tarde y hasta la madrugada del lunes, junto a mil y un personajes de la historia de la humanidad. Si, porque el carnaval de Barranquilla, reúne en un solo baile, toda la historia de la humanidad.

Sólo cuando pudo acomodar su enorme cuerpo en un acogedor mecedor de fibra natural, pudo asimilar la extraña dimensión de la que -ahora- hacia parte.

– ¿Esto que es? ¡Parece una enorme pecera! – le dijo al oído a su novia, con un español forzado.

Oliver se refería a esa extraña virtud que tiene el carnaval, de hacer desaparecer los linderos de los respingos sociales, para llevar a la gente a un estado de hermandad, en el que todos pueden nadar con sus coloridos disfraces, como dentro de una pecera.

Con sus extensas trenzas de pelo natural descansando sobre su pecho y sus ojillos, de azul intenso saltando de un lado a otro, para descubrir una nueva locura cada instante, Oliver no paró de reír durante horas, viendo a indios africanos bailar champeta en medio de una ronda, graciosas enfermeras con bigotes alambrados que lo acusaban de ser el “huidizo” padre de un desconocido hijo, enanos bailando con sus piernas recortadas al ritmo de una canción caribeña, chinos de hablar enredado, marimondas, locas, colectivos de negritas puloy Congos…en fin.

-Mira esto amor. Mira lo que va a pasar. Ese que viene por allá -con el camuflado y el fusil- es un viejo guerrillero de Colombia. Su nombre es Raúl Reyes. Y, este que esta allá, bailando en aquella esquina es otro histórico guerrillero, argentino que hizo historia en Colombia. Mira que se van a encontrar- anticipó Karen a su enamorado.

Efectivamente, Raúl Reyes llegaba con actitud inquisitiva – no solicitaba requisa, sino que pedía un trago de licor para seguir su solitario patrullaje- esta versión del líder de las Farc -Armando Ibáñez en nuestra realidad- era un hombre del común, vestido con camuflado, fusil al hombro labrado en madera, pertrechos, enormes bombas fabricadas con tubos plásticos colgadas en la cintura, botas pantaneras y -sobre todo- un actor con un enorme parecido físico con el legendario guerrillero.

Reyes, bailaba una fuerte descarga del gran Combo de Puerto Rico cuando vio en medio de la multitud a su amado maestro en las luchas sociales, Ernesto Guevara De la Serna, el Che Guevara. Reyes “Pegó” un grito que se impuso sobre el volumen del picó, abrió los brazos, se echó a la espalda el fusil y corrió hacia donde estaba “El Che” de nuestra realidad, Pedro Vergara Mena. Todos aplaudieron mientras los dos actores de nuestras fiestas, daban torpes saltos sin desatar el afectuoso nudo de su abrazo.

-Ambos están muertos gringo. Pero los puedes encontrar vivos aquí, disfrutando del carnaval de Barranquilla. Vea hermano, con nuestros disfraces en Barranquilla todo se hace posible – dijo el padre de Karen mientras dejaba caer un prolongado chorro de whisky en el vaso de Oliver.

El estudiante de posgrado dejó que su admiración le congelara el rostro. No había terminado de asimilar el impacto del abrazo entre los guerrilleros, cuando vio entrar a la ronda de baile a alguien que si conocía perfectamente: al Papa Francisco Primero; al mismísimo Jorge Mario Bergoglio.

El ingreso que hizo a la pista de baile el Papa Francisco, fue distinto a la solemnidad que identifica las ceremonias católicas que la gente aprecia con profundo respeto. Esta versión del Papa entró tirando de la mano a una mujer de enorme talla y ambos comenzaron a bailar a pierna suelta una descarga salsera. El Papa barranquillero se tomó la sotana con ambas manos, se inclinó adelante y comenzó a tirar pases junto a otros disfraces en la misma pista.

Oliver fue presa fácil de un estallido de risa que le hizo expulsar el trago de whisky que degustaba en ese instante.

-Es igualito hermano. ¡Por favor yo quiero tomarme fotos con toda esta gente! – dijo con tono emocionado el extranjero.

En la terraza de los Mendoza se produjo un estallido de alegría cuando el picó dejo escuchar el tema “En Barranquilla me quedo”, grabado en 1988 por de Joe Arroyo. Karen se levantó como electrizada, sacudió la Maizena de su camiseta y tiró dulcemente del brazo de su enamorado llevándolo al centro de la terraza.

Oliver se levantó avergonzado. No quería comparar su torpe forma de bailar con las parejas que disfrutaban en la terraza, pero los aplausos de la gente lo hicieron entender que estaba en familia. Entonces hizo al oído de Karen su juramento: “En Barranquilla me quedo”.

Para esa fecha, Barranquilla era un escenario inmenso en el que cualquier ciudadano podía sentarse en cualquier esquina -con una botella de licor y un picó- y disfrutaba viendo desfilar disfraces.

Este año Oliver hizo ese ejercicio en su casa del barrio Los Nogales, y se durmió abotagado por el aburrimiento.

Sin embargo, Oliver sigue viviendo en Barranquilla, pero permanece atrapado en la convicción de que algo extraño está robando la alegría natural a los barranquilleros, porque sabe que las fiestas de carnaval, comenzaron a perder su color.

Este extraordinario sujeto, una mina de risas al disfrutar de la creatividad de los actores de nuestras fiestas, cree que -incluso- los disfraces comenzaron a desaparecer.

Sobre esto, de la lenta desaparición de los disfraces de las calles de Barranquilla, el educador, investigador especializado en Sociedad y Cultura del Caribe, especialista en Derechos Humanos y ex secretario de Cultura del Atlántico, Moisés Pineda Salazar, tiene un diagnóstico preocupante:

-Vea hermano, esto es tan delicado, que la fría Bogotá, en una noche de Halloween, tiene hoy por hoy, más disfraces que las fiestas de Carnaval en Barranquilla en treinta días. Hasta allá hemos llegado- sentencia.

Pineda Salazar, actor consumado de nuestras fiestas, director del colectivo de disfraces “Carnavales del Siglo XIX” -con el que ha ganado ocho Congos de Oro- apunta a que el fenómeno disfraz -como un ejercicio de iniciativa personal, de enorme representación y peso social- debe ser sujeto de cultivo especial, que se erige como el alma invisible que hace visible el colorido y la alegría de nuestra cultura.

El disfraz es un tesoro que tiene el carnaval oculto en cada corazón de un barranquillero. La diferencia sana entre el Carnaval de Barranquilla y la fiesta de Halloween en Bogotá -y es la razón para defender esta expresión- está en que el barranquillero aporta alegría, arte, creatividad, capacidad de interpretación, audacia, todo eso debe ser protegido.

Declaración de Moisés Pineda Salazar, catedrático e investigador cultural.

Caminando los barrios populares de Barranquilla es fácil encontrar a los actores del carnaval, pero cada día es más difícil encontrarlos con disposición a desplegar sus talentos en los desfiles callejeros.

Wilfrido Escorcia Salas, podría ser un hombre del común si no escondiera en su hoja de vida el peso de ser el sucesor de Ismael Escorcia Medina, el hombre que representa con su disfraz “El Descabezado” la horrorosa historia de la violencia política entre liberales y conservadores en Colombia.

Wilfrido lleva 70 años luchando para conservar la tradición del disfraz en el carnaval, su hijo Wilfrido Escorcia Camargo lleva tres décadas y media desfilando y tres nietos ya iniciaron la cuarta generación en esta valiosa tradición.

-Mi padre nació en Calamar (Bolívar) en 1930. De niño vio cómo -por el canal del Dique- bajaban los muertos descabezados por la lucha entre liberales y conservadores. Se mudó a Barranquilla y comenzó a hacer homenaje a esas personas decapitadas. Ese disfraz le saca alegría a un hecho de horror en la historia de Colombia y tiene un mensaje cultural muy poderoso- cuenta Wilfrido Escorcia Salas.

Hoy, ante la crisis que está llevando a la desaparición de los disfraces de nuestras fiestas culturales, Escorcia Salas cree que debe iniciarse un proceso de fortalecimiento de la cultura carnavalera desde los barrios. Y los actores deben ser tratados con dignidad.

-El carnaval de Barranquilla debe reconocer y valorar a los barranquilleros como actores. Un carnaval sin disfraces no es carnaval. Hay que rescatar la dignidad de nuestros actores y devolver las fiestas a las calles…a los barrios- dice:

Declaración de Wilfrido Escorcia Salas, ex Rey Momo y gestor cultural.

Si existen dolientes en esta dolorosa crisis del carnaval de Barranquilla son los actores. Ellos, de orígenes, costumbres, trabajos disimiles, son conscientes de la enorme responsabilidad que los compromete con la sobrevivencia de la cultura carnavalera. Ahora se unieron para emprender un camino de lucha por la preservación de este tesoro cultural.

Carlos Amaya Flores dice que -siendo un niño- quedó prendado cuando sus tías lo llevaban de la mano a ver las películas de Charles Chaplin -en blanco y negro- en el cine Mogador de la calle 30.

Declaración de Carlos Amaya, director de Asodismac. 

-Tía yo quiero estar ahí. Yo quiero ser como ellos- recuerda que les dijo a sus tias.

Años después Amaya ya personificaba a Chaplin y -desde entonces- ha sostenido un personaje que le ha dado 36 Congos de Oro.

-Creamos el colectivo de disfraces y después la Asociación de Disfraces y Manifestaciones de Carnavales (Asodismac), que busca reunir a todos los actores del Carnaval y hacernos visibles para presentar propuestas que contribuyan a preservar nuestra cultura. El carnaval solo se salva con nuestro esfuerzo propio y el apoyo de una sociedad que valore estas actividades- dice.

-Si no se preserva pronto la motivación del barranquillero por regresar al entusiasmo por disfrazarse, el carnaval corre el riesgo probable de convertirse en un gigantesco desorden callejero- asegura Wilfrido Escorcia.

Por: William Ahumada Maury y Anuar Vargas María

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